Hay realidades que no pueden ser conocidas sin que previamente el hombre se sitúe en la perspectiva del Espíritu y se despoje de cuanto le obstaculiza para entrar en la lógica divina, que es la lógica de las realidades más profundas, la lógica del Amor.
Fue el caso de Simón Pedro, quien ante la pregunta de Jesús —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (del Evangelio)— no respondió con una intervención previamente aprendida y calculada para asombrar, sino con un conocimiento revelado en su alma por iniciativa divina: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (del Evangelio). Aquella respuesta, convertida en confesión de fe sobre la identidad mesiánica y divina de Jesucristo, le mereció el elogio del Maestro y el encargo de ser el cimiento más visible de la Iglesia, siempre en camino de unidad.
También el Apóstol Pablo, cuando se encontraba camino de Damasco en una cruenta persecución a los cristianos, experimentó el conocimiento profundo y verdadero del proyecto salvífico de Dios realizado en Jesucristo; y lo experimentó al descubrir la identidad de Jesús el Nazareno por iniciativa de Aquél que quiso revelárselo, pues efectivamente, yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo (de la Segunda Lectura de la Misa vespertina). Su respuesta también fue inmediata: la conversión radical de vida.
Ambos Apóstoles pasaron del conocimiento íntimo de Jesucristo, a un amor encendido hacia su Persona y su Mensaje; y del amor, a la acción misionera, anunciando por doquier la Buena Nueva de la Salvación.
El 29 de junio celebra la Iglesia a estos dos Apóstoles que, por caminos diversos, congregaron la única Iglesia de Cristo: pues mientras Pedro fue el primero en confesar la fe y fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, Pablo interpretó y explicó el contenido del kerygma a la vez que extendió la fe en Jesucristo a todas las gentes (del Prefacio de la Misa).
En este sentido, la Iglesia confiesa una Fe Apostólica, esto es, la fe recibida por la predicación de los Apóstoles, que se ha mantenido invariable en su contenido esencial a lo largo de la historia de la Iglesia. La fe es elemento de unidad en la Iglesia; su custodia pertenece a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y al Papa, especialmente, por ser el sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, y cuyo servicio a la Comunidad Eclesial consiste justamente en ser garante de la unidad de los cristianos y de la fidelidad de la Iglesia al depósito de la fe.
Así, si para todos los cristianos la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo es una ocasión privilegiada para expresar la unidad en la fe de todos los bautizados en Cristo, con mayor razón ha de serlo en nuestra Hermandad, que por un privilegio especial tiene su sede canónica en un templo elevado a la categoría de Basílica Menor por el Papa Pablo VI en el año 1966; en efecto, este don concedido al templo donde residen nuestros amantísimos Titulares, debe ser agradecido con una especial veneración de la figura del Papa, cuyo ministerio celebramos de manera particular en este día de fiesta, invitando a cuantos pertenecemos a la Hermandad de la Macarena a participar de la Misa en honor de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
En la Solemnidad de dichos Apóstoles, la Palabra de Dios que se proclama en la celebración de la Eucaristía es particularmente rica en cuanto a manifestar la confesión de la fe en Jesucristo, único Salvador universal; mostrar la praxis de la caridad fraterna vivida por los miembros del Pueblo de Dios; y expresar la ineludible responsabilidad que tenemos todos los cristianos de participar en el anuncio misionero, sin complejos y sin miedos, con valentía y con la esperanza puesta en el Espíritu de Dios, y siempre en comunión con toda la Comunidad Eclesial.
Por todo ello, la fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo es una invitación a cada cristiano en particular y a toda nuestra Hermandad en general, a despojarse, como ambos Apóstoles, de las cegueras que nos impiden reconocer a Jesús como Señor, Hijo de Dios y Mesías Salvador; a profundizar en la intimidad de nuestra alma acerca de la verdadera identidad de Jesucristo; a dejarnos enamorar por Él y por su Mensaje, que es el Evangelio; y a aceptar la invitación del Espíritu a comunicar al mundo la Evangelii Gaudium (¡La alegría del Evangelio!), de palabra y con el testimonio de la propia existencia vivida en consonancia con la fe.
Presbítero Antonio José Mellet Márquez /
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